Cada mañana, a eso de las nueve, la veía pasar frente a la puerta de mi casa vestida de sombras y con una pañoleta encarnada cobijando hombros y cabeza. Yo mientras, permanecía oculto en la penumbra del zaguán esperando que sus pasos se diluyeran en la distancia. Solo entonces osaba abandonar mi escondrijo y salía cauteloso tras ella. La seguía a una distancia prudencial para intentar mantener furtiva mi presencia. Las estrechas callejuelas guardaban un profundo y respetuoso silencio. Tan solo se escuchaba el lejano reverberar de sus pasos sobre los gastados adoquines de la ciudad vieja.
Cada mañana, se detenía bajo el frontón desnudo y frío de la iglesia de San Mateo y permanecía de pie, en silencio, mirando un punto determinado de la pared. Al cabo de un rato abandonaba su quietud y regresa a la vida. He recalado numerosas veces en ese mismo lugar tratando de desvelar los profundos secretos que esconden aquellas piedras, pero jamas he descubierto la menor huella de los hechos que allí acontecieron.
Cada mañana, descabalgaba la estrecha Cuesta de Aldana hasta la plaza de la catedral de Santa María. Paraba por un instante en la esquina, al pie del campanario, para besar los pies desnudos de San Pedro de Alcántara. Los dedos brillaban sobre la oscura pátina de bronce que cubría el cuerpo del viejo franciscano, gastados por los deseos de todos aquellos que acudían a rogar al santo.
Cada mañana, regresaba sobre sus pasos y descendía con presura por la calle de Ronda hacia la Plaza Mayor. Yo la contemplaba desde lo alto, hasta ver desvanecer su triste figura entre las tenaces nieblas que ocultaban la parte baja de la ciudad. Un día dejó de pasar frente a mi puerta. Pero yo continúo esperándola, oculto entre las sombras del zaguán, cada mañana.